Un día de lluvia.
Había estado caminando mojándome por algún rato pensando en esto y aquello; a veces no pensando como habitualmente lo hago, pero en todo momento yendo y viniendo así. Eran las nueve de la noche en Tucumán y la lluvia estaba en pleno proceso.
Cualquiera se puede dar cuenta cómo el agua opera sobre los objetos, sobre el aire, aún antes de caer o toparse con algo: La luz de la calle enciende los pequeños charcos de las veredas y se forman en ellos esos puntitos que son las huellas del agua que les cae encima. Las gotas que sólo van —reflexionaba. Porque una gota nunca vuelve, ¿no?, ni en medio de una lluvia torrencial. Una gota de agua siempre va...
Momentáneamente, pasaban algunos autos aunque ya no había casi nada de tránsito, dado cómo estaba el clima. El ruido de las ruedas en el pavimento mojado, del agua topándose con el parabrisas y de los huecos en el suelo con sus charcos invadidos por ese pasar de los vehículos, todo eso se impregnaba en mí, con este siempre presente ir y venir.
De repente, luego de cruzar hacia una calle oscura solamente iluminada por los focos de las arterias aledañas, vi a una mujer con un niño en brazos —tal vez una niña— en una parada de colectivos. Yo estaba a unos 70 metros de ellos, acercándome. Y ya se podía ver que pronto íbamos a ser la lluvia, algún casual automóvil pasando, los huecos de la calle, la luz tenue reflejándose desde lejos, ellos y yo.
Y el mundo vino a mi mente: Una baldosa floja mojaba mis pies. Estiré mi mano para rozar la pared a mi derecha. Un auto esquivaba un pozo. A la vuelta de la esquina otro vehículo hacia un ruido particular al frenar bruscamente. El susurro del viento. Un papel siendo llevado por el agua a orillas del cordón de la calle. La rugosidad peculiar de la pared que tocaba...
La madre secaba la frente de lo que ahora sin dudas era una niña.
Ese lugar se constituía de modo tal que todo lo que uno respiraba era urbanidad, algo construido, fabricado. Detrás de la madre había una gran vidriera de un negocio que vendía muebles y no había resguardo de la lluvia.
De pronto, un beso en la frente.
La oscuridad. El mundo. Mi paso entrecortado. Los ojos entreabiertos. Otra vez el dedo rozando la pared. El viento en la cara, la inclinación de la lluvia, la gota chocando en el techo de una construcción, allá en lo alto. La hoja del árbol deslizándose, cayendo, al ritmo de los huecos que conoce el viento cuando sopla. Pude entender que había soledad sólo en uno de nosotros. Toqué el vidrio mojado y frío de la vidriera y vi el reflejo de ellos desordenado por el fluir del agua. La niña tomaba el dedo índice de la madre.
Otra vez el mundo: La lluvia en mi cabellera, el tacto de mis pies en las medias húmedas, el olor del Planeta en ese sitio todo mojado. La cornisa. El suburbio. El agua acumulándose en un balcón. Una gran gota de lluvia en mi ojo izquierdo. La respiración. El latido singular del corazón...
Y ahí estaba el mundo, con su brisa peculiar, con su olor característico, haciendo lo que el mundo hace cuando llueve, volviéndose piedra y frágil hoja cayendo del árbol, simultáneamente. Estaba el mundo, y también yo. El mundo y yo —pensaba, cosa rara de la existencia...
Y ellas no estaban solas porque yo las acompañé sin que se dieran cuenta. Aunque solamente una persona había tenido soledad.
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Imagen: http://focaclipart.net23.net/clima/
Encantador relato que revela la melancolía de un recuerdo lluvioso, por mi parte me fascina la lluvia su caos, sus grises sombras y la atenuación su bravío sonar.
ResponderEliminarMe agrada tú espacio el cual voy a seguir, acabo de abrir un blog http://borrosascolumnasdehumo.blogspot.com.ar ,si te interesa pasar por allí serás más que bienvenido.
Un abrazo.
Muchísimas gracias por el comentario. Con gusto me daré una vuelta por tu blog. Abrazo!!!!!!! :'D
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