Un día de lluvia.
Había estado caminando mojándome por algún rato pensando en esto y aquello; a veces no pensando como habitualmente lo hago, pero en todo momento yendo y viniendo así. Eran las nueve de la noche en Tucumán y la lluvia estaba en pleno proceso.
Cualquiera se puede dar cuenta cómo el agua opera sobre los objetos, sobre el aire, aún antes de caer o toparse con algo: La luz de la calle enciende los pequeños charcos de las veredas y se forman en ellos esos puntitos que son las huellas del agua que les cae encima. Las gotas que sólo van —reflexionaba. Porque una gota nunca vuelve, ¿no?, ni en medio de una lluvia torrencial. Una gota de agua siempre va...
Momentáneamente, pasaban algunos autos aunque ya no había casi nada de tránsito, dado cómo estaba el clima. El ruido de las ruedas en el pavimento mojado, del agua topándose con el parabrisas y de los huecos en el suelo con sus charcos invadidos por ese pasar de los vehículos, todo eso se impregnaba en mí, con este siempre presente ir y venir.
De repente, luego de cruzar hacia una calle oscura solamente iluminada por los focos de las arterias aledañas, vi a una mujer con un niño en brazos —tal vez una niña— en una parada de colectivos. Yo estaba a unos 70 metros de ellos, acercándome. Y ya se podía ver que pronto íbamos a ser la lluvia, algún casual automóvil pasando, los huecos de la calle, la luz tenue reflejándose desde lejos, ellos y yo.